28 Mar
Jueves Santo - Oración
Fecha 28.03.2024 23:00 - 23:30

Podemos unirnos en oración que dirigirá el grupo de Adoración Nocturna de la parroquia.

29 Mar

De 10:00 h. a 10:30 h. Avda. Reyes Católicos y Avda. del Cid.
De 10:30 h. a 11:00 h. Fco. Martínez Varea, Sda.Familia y Urb. Jerez
De 13:00 h.a 13:30 h. José María de la Puentey Jerez
De 13:30 h. a 14:00 h. Doña Berenguela y Padre Aramburu.
De 14:30 h. a 15:00h. San Francisco y Villarcayo.
De 15:00 h. a 15:30 h. Sedano y Federico Olmeda.
De 15:30 h. a 16:00 h. Avda. Cantabria y Fco. Sarmiento.
De 16:00 h. a 17:00 h. León XIII y voluntarios.

La belleza del Corazón de la Virgen María

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Esta semana hemos celebrado la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María: una realidad de pureza y santidad –descrito en el dogma de fe proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854 en la bula Ineffabilis Deus– que nos recuerda que fue preservada de todo pecado desde su concepción.

La Virgen María, la llena de gracia, fue redimida «de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (Lumen gentium, 53). Desde el primer instante de su concepción, María gozó siempre de la plenitud de la gracia. Por eso es «la única criatura humana sin pecado de la historia», como expresó el Papa Francisco durante el ángelus del año pasado cuando celebraba esta solemnidad.

Ya en junio de 1996, el Papa san Juan Pablo II afirmó que Cristo «realizó precisamente en María el acto de mediación más excelso, preservándola del pecado original». Acudiendo al testimonio del beato fray Juan Duns Scoto, sostuvo que de este modo «introdujo en la teología el concepto de redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún más admirable: no por liberación, sino por preservación del pecado».

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Adviento: tiempo de espera, esperanza y fortaleza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

«El Adviento nos invita a detenernos, en silencio, para captar una Presencia. Es una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que Dios nos dirige, signos de su atención por cada uno de nosotros». Estas palabras del Papa Benedicto XVI, pronunciadas en noviembre de 2009, nos incitan a escribir un diario interior entre Dios y nosotros para abrazar la certeza de su presencia, a las puertas de este tiempo que hoy comenzamos. Y en esta preparación de la venida del Emmanuel –Dios con nosotros–, levantamos nuestros ojos al Cielo para descubrir el cumplimiento de la promesa del Padre.

El Señor desea hablarnos al corazón, llevarnos al desierto y seducir nuestra alma hasta hacerla completamente suya (cf. Os 2, 16); para purificarnos con el perfume de la humildad, iniciar una nueva vida con nosotros y anunciarnos para siempre la salvación. Él quiere hacernos suyos, pero sin forzarnos, y nos pide que nos dejemos moldear a su modo: «Porque mucho vales a mis ojos, eres precioso y yo te amo (…) No temas, porque yo estoy contigo» (Is 43, 4-5)

El Adviento es un tiempo de espera, de esperanza y de fortaleza.

Comienza con la presencia callada del Señor, quien espera tantas veces de manera velada pero real, porque desea ayudarnos a ver el mundo desde su mirada. En esta espera, a la luz de la conversión y la gracia, descubrimos –una vez más– el gran secreto de Jesús; y es que, con Él, podemos empezar cada día y nunca es demasiado tarde si caminamos a su lado.

Su promesa de esperanza supera nuestra capacidad de comprensión, pues «Dios se esconde en las situaciones más comunes y corrientes de nuestra vida», como expresaba el Papa Francisco durante el Ángelus del año pasado en su mensaje para el Adviento. Por ello, no se hace presente «en acontecimientos extraordinarios», sino más bien «en cosas cotidianas». Y ahí, «en nuestro trabajo diario, en un encuentro fortuito, en el rostro de una persona necesitada, incluso cuando afrontamos días que parecen grises y monótonos», justo ahí está el Señor, confesaba el Papa, «llamándonos, hablándonos e inspirando nuestras acciones». La esperanza es la virtud que sostiene el alma, como tiempo de purificación y de transformación. Entonces, si el Señor es nuestra luz y nuestra salvación, si Él es la defensa de nuestra vida, como reza el Salmo 26, ¿a quién hemos de temer y quién podrá hacernos temblar?

Y el Adviento es un periodo de fortaleza, para renacer –con Cristo– en medio de las adversidades, fragilidades y vicisitudes que a veces ensombrecen el camino. Él nos acompaña con su gracia, dándonos la fuerza necesaria para levantarnos y convertirnos a Cristo, a su Evangelio, a su mandamiento de amor. Por eso es tan importante la fe en estos tiempos que vivimos, para no ceder al peso del fracaso, de la caída o de la prueba. Como nos enseñó san Pablo, en nuestra debilidad sobreabunda la gracia de Dios; porque ya no depende todo de uno mismo, sino de lo que el Padre realiza en medio de la prueba: «Tres veces he pedido al Señor que me saque esa espina, y las tres me ha respondido: “Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la flaqueza”. Con gusto, pues, presumiré de mis flaquezas para que se muestre en mí el poder de Cristo» (2 Cor 12, 8-9). Es más, en esa intimidad del desamparo, el amor de Dios nos sana y resucita: «Por esto me alegro de mis flaquezas, de los insultos, de las dificultades, de las persecuciones, de todo lo que sufro por Cristo; pues cuando me siento débil, es cuando soy más fuerte» (2 Cor 12, 10).

Dios ha tomado nuestra carne para responder a las preguntas que nadie nos puede responder; las del dolor, las de la prueba, las del sentido último de la vida. El Adviento nos prepara para ello y nos recuerda que el Reino de los Cielos está cada vez más cerca, y Cristo continúa llenando de luz cualquier lugar e ilumina a cuantos atraviesan las tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1, 79).

Le pedimos a María, Madre de la Esperanza, la humilde sierva del Señor, que nos ayude a encontrarnos con su Hijo Jesús en este tiempo de espera, esperanza y fortaleza, así como con cada uno de nuestros hermanos más necesitados en este camino de humildad y de amor. La Vida, una vez más, se hace visible en su verdad más profunda desde el Amor (cf. 1 Jn 1, 2).

Con gran afecto, os deseo un feliz tiempo de Adviento.

«A todos lo digo: ¡Velad!»

Hoy iniciamos con toda la Iglesia un nuevo Año Litúrgico con el primer domingo de Adviento. Tiempo de esperanza, tiempo en el cual se renueva en nuestros corazones el recuerdo de la primera venida del Señor, en humildad y ocultación, y se renueva el anhelo del retorno de Cristo en gloria y majestad.

Este domingo de Adviento está profundamente marcado por una llamada a la vigilancia. San Marcos incluye hasta tres veces en las palabras de Jesús el mandamiento de “velar”. Y la tercera vez lo hace con una cierta solemnidad: «Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!» (Mc 13,37). No es sólo una recomendación ascética, sino una llamada a vivir como hijos de la luz y del día.

Esta llamada está dirigida no solamente a sus discípulos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, como una exhortación que nos recuerda que la vida no tiene sólo una dimensión terrenal, sino que está proyectada hacia un “más allá”. El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, dotado de libertad y responsabilidad, capaz de amar, tendrá que rendir cuentas de su vida, de cómo ha desarrollado las capacidades y talentos que de Dios ha recibido; si los ha guardado egoístamente, o si los ha hecho fructificar para la gloria de Dios y al servicio de los hermanos.

La disposición fundamental que hemos de vivir y la virtud que hemos de ejercitar es la esperanza. El Adviento es, por excelencia, el tiempo de esperanza, y la Iglesia entera está llamada a vivir en la esperanza y a llegar a ser un signo de esperanza para el mundo. Nos preparamos para conmemorar la Navidad, el inicio de su venida: la Encarnación, el Nacimiento, su paso por la tierra. Pero Jesús no nos ha dejado nunca; permanece con nosotros de diversas maneras hasta la consumación de los siglos. Por esto, «¡con Jesucristo siempre nace y renace la alegría!». (Papa Francisco).

Evangelio del domingo, 3 de diciembre de 2023

Comenzamos hoy un nuevo año litúrgico. Lo comenzamos con estos 4 domingos que llamamos de Adviento, palabra que significa “venida” o llegada del Señor. Venida en su triple dimensión: recordamos la primera venida en la primera Navidad, sabemos que viene continuamente, porque está continuamente entre nosotros, y esperamos la segunda venida, que será triunfal, al final de los tiempos. De esta segunda y final venida nos fijamos un poco más en este primer domingo de Adviento, para que nuestra vida sea una continua y digna preparación para toda venida del Señor. Por eso el comienzo de un nuevo año litúrgico debe ser para nosotros como el comienzo de un nuevo curso, en el que, como buenos alumnos, debemos desear progresar en nuestra formación espiritual. Para este progreso, en este curso del ciclo B, se nos da un texto en los evangelios que será, en buena parte, el evangelio de san Marcos, aquel discípulo inquieto, primero de san Pablo y por fin de san Pedro, que, a instancias de los oyentes de san Pedro en Roma, escribió lo que el apóstol predicaba sobre Jesús.

El evangelio de hoy es el final del capítulo 13 donde, con lenguaje apocalíptico, que significa algo misterioso y con símbolos, nos habla de cosas grandiosas como son el fin de Jerusalén y del mundo. La destrucción de Jerusalén, cuando san Marcos escribió todo esto, quizá no se había dado, pero se preveía porque los israelitas, sobre todo los zelotes, se habían revelado de una manera sangrienta y se preveía el duro castigo de los romanos. Entonces falsos profetas anunciaban milagros de Dios y muchos cristianos creían que la 2ª venida de Jesús, ahora resucitado y triunfal, estaba para llegar. San Marcos les recuerda, con palabras de Jesús, que no es así, que sobre esa venida nadie lo sabe; pero que en toda nuestra vida debemos tener vigilancia.

Estas palabras son muy apropiadas para nosotros. 4 veces dice la palabra: “Velad”. Hoy Jesús nos invita a la vigilancia. Debemos estar alerta, despiertos. Y Jesús nos pone el ejemplo de un amo que se va de viaje y no dice la hora de llegada. Los criados deben estar alerta las 24 horas del día. Debemos estar despiertos, porque, si estamos dormidos, puede venir el maligno a sembrar la cizaña, que son ideas o costumbres que entorpecen nuestra fe o nuestra fidelidad a la palabra dada a Dios. Estar atentos es lo contrario de “distracción”. Y desgraciadamente hay muchas cosas que nos distraen del verdadero camino de nuestra salvación. Pueden ser hasta enfermedades o dolores morales, desgracias personales o catástrofes; pero más frecuentes son las ideas y las costumbres mundanas. En este primer domingo de Adviento debemos tener muy presente cuál es el final o la finalidad de nuestra vida, que es la salvación.

Estamos demasiado metidos en las preocupaciones mundanas. Por eso debemos vigilar. Estas palabras de Jesús algunos creen que sirven para aumentar el temor. Esto viene de épocas medievales por la imagen de los señores feudales demasiado despóticos hacia sus siervos. Pero Jesús nos quiere dar esperanza, porque esta vida es un prepararse al encuentro de nuestro Dios, que es el Padre de mayor bondad.

Vigilar es esperar, pero no con esperanza pasiva sino activa: En la vigilancia Jesús nos hablaba de oración. Hay que orar, pero con los ojos abiertos a la realidad y las manos ocupadas en la redención del mundo. Vigilancia activa es, como dice la primera oración de la misa: “para salir al encuentro del Señor con nuestras buenas obras”.

Vigilar es estar atentos a la Palabra de Dios y ver a Dios en los acontecimientos de cada día. Vigilar es hacer el bien y, como dice la 1ª lectura, practicar la justicia. Sobre todo cumplir la voluntad de Dios, que es principalmente el amor. El amor tiende a mejorar el mundo, pero en actitud de servicio. Para ello se requiere esfuerzo y renuncia y una actitud humilde y pobre, como decía la Virgen en el Magnificat: Dios “despidió vacíos a los ricos”, que son los que creen que lo tienen todo, “y llenó de bienes a los hambrientos”, que son los que sienten la necesidad de Dios.

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«Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis»

Hoy, Jesús nos habla del juicio definitivo. Y con esa ilustración metafórica de ovejas y cabras, nos hace ver que se tratará de un juicio de amor. «Seremos examinados sobre el amor», nos dice san Juan de la Cruz.

Como dice otro místico, san Ignacio de Loyola en su meditación Contemplación para alcanzar amor, hay que poner el amor más en las obras que en las palabras. Y el Evangelio de hoy es muy ilustrativo. Cada obra de caridad que hacemos, la hacemos al mismo Cristo: «(…) Porque tuve hambre, y me disteis de comer; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Más todavía: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Este pasaje evangélico, que nos hace tocar con los pies en el suelo, pone la fiesta del juicio de Cristo Rey en su sitio. La realeza de Cristo es una cosa bien distinta de la prepotencia, es simplemente la realidad fundamental de la existencia: el amor tendrá la última palabra.

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Parroquia Sagrada Familia