Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, nueve meses después de la solemnidad de la Inmaculada Concepción, celebramos la Natividad de la Virgen María, nuestra Madre.
Con su nacimiento, germina en el mundo la aurora de la salvación, se cumplen todas las expectativas del Antiguo Testamento y emprende su ruta la puerta divina en su perpetua virginidad: «De Ella y por medio de Ella, Dios, que está por encima de todo cuanto existe, se hace presente en el mundo corporalmente. Sirviéndose de Ella, Dios descendió sin experimentar ninguna mutación, o mejor dicho, por su benévola condescendencia, apareció en la Tierra y convivió con los hombres» (San Juan Damasceno).
La presencia de María, la «llena de gracia» (Lc 1, 28) destinada a ser la Madre de Dios hecho hombre, está unida de manera indisoluble a la de Cristo, el Sol que nace de lo alto (cf. Lc 1, 78) –merced a la bondad misteriosa de nuestro Dios–para cambiar los corazones más sombríos de la humanidad.
Decía san Agustín que Ella «es la flor del campo de quien floreció el precioso lirio de los valles» y, a través de su nacimiento, «la naturaleza heredada de nuestros primeros padres cambia». Así lo manifiesta la Iglesia, en el Oficio de Laudes, poniendo el corazón en la solemnidad que hoy conmemoramos: «Por tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, anunciaste la alegría a todo el mundo: de ti nació el Sol de justicia, Cristo, Dios nuestro».
La natividad de la Virgen ha de guiarnos, con profunda ternura y devoción, a la senda de la vida naciente, donde tantas madres esperan, algunas incluso contra toda esperanza, la llegada del hijo de sus entrañas. «El embarazo es una época difícil, pero también es un tiempo maravilloso; la madre acompaña a Dios para que se produzca el milagro de una nueva vida» (AL 168), revela el Papa Francisco en su exhortación postsinodal Amoris laetitia. A la luz de esta promesa que perpetúa cómo cada mujer participa del misterio de la Creación, cada familia ha de convertirse en esa iglesia doméstica que se transforma en sede de la Eucaristía, con Cristo sentado en la misma mesa, donde los padres son los cimientos de la casa y los hijos las piedras vivas de la familia (cf. 1 P 2, 5).
La Sagrada Escritura «considera a la familia como la sede de la catequesis de los hijos» (AL 16). Este mensaje principal, que el Papa recuerda en esta exhortación sobre el amor en la familia, afirma que «amar es volverse amable» porque el verdadero amor «no obra con rudeza, no actúa de modo descortés y no es duro en el trato». Y así ha de ser en la familia, con unos «modos, palabras y gestos agradables» y no «ásperos ni rígidos», donde la cortesía «es una escuela de sensibilidad y gratuidad», que exige a la persona «cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar» (AL 99).
Decía santo Tomás de Aquino que «todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean» (Summa Theologiae II-II, q. 114, a. 2, ad 1). Un estilo de vida y una opción preferencial que exigen un cuidado exquisito en la caridad conyugal, donde el matrimonio refleja el amor con el que Cristo ama a su Iglesia.
El nacimiento de María nos conduce hacia ese amor inagotable de Dios que nos permite ver, más allá de toda circunstancia o condición, el valor de cada madre, de cada hijo y de todo ser humano.
Junto a la Sagrada Familia de Nazaret, pido por cada matrimonio y cada familia, para que sigáis siendo hogar de comunión, cenáculo de oración y esplendor del verdadero amor. Que la delicadeza, la belleza y la humildad de María os conduzcan a la alegría del Evangelio. Y cuando arrecie la tempestad, tened presente que el Señor llama a la puerta de la familia, de vuestra casa, para compartir con vosotros la cena eucarística, presencia y memorial perpetuo de su infinito amor (cf. Ap 3, 20).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.