En la fiesta de la Trinidad agradecemos el carisma de la vida contemplativa

Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)

gil hellin

Al finalizar el periodo pascual, la liturgia de la Iglesia celebra hoy la fiesta de la Santísima Trinidad. Como cumbre del acontecimiento central de la historia de la salvación, se desvela ante nuestros ojos el verdadero protagonista de esa historia, el Dios Trinidad: el Padre, que envió a nuestro mundo al Hijo, concebido de María Virgen por obra del Espíritu Santo; Jesús, el Hijo, que realizó su obra redentora mediante la entrega de su vida hasta la muerte en cruz; el Espíritu, que acompañó la acción de Jesús hasta la resurrección y que nos fue enviado como aliento y vida de la Iglesia hasta el final de los tiempos. La fiesta de la Santísima Trinidad nos hace contemplar el misterio de Dios que incesantemente crea, redime y santifica, siempre con amor y por amor.

Me resulta muy doloroso cuando percibo cómo la Trinidad, que es la base primera y más radical de todo y de todos, es para muchos cristianos una mera doctrina abstracta, lejana o desconocida. Esto de ningún modo debería ser así. El abrir nuestra vida a la Trinidad nos sitúa ante el Dios que por Amor ha actuado en nuestro mundo y que nos ha revelado su misterio más profundo: que Dios Padre, Hijo y Espíritu, es comunión de Personas en el Amor. Los cristianos reflejamos y participamos de ese Amor cuando lo celebramos en la liturgia, cuando lo testimoniamos en el ejercicio de la caridad y del compromiso, cuando lo anunciamos como fuerza renovadora de cada ser humano y de la sociedad entera, cuando vivimos con sinceridad y generosidad la comunión eclesial. Nuestra oración en este día debe ser ante todo un acto de alabanza y de acción de gracias, de admiración y de adoración ante esa realidad que nos desborda y que acogemos como origen y fundamento de nuestra vida cristiana. Así surgirá también nuestra plegaria de petición pura y sincera para que ese amor nos ayude a no desfallecer ante las dificultades, nos impulse a mirar el futuro con esperanza, y nos empuje a ofrecerlo generosamente a quienes ven flaquear su fe, su esperanza o su capacidad de amar.

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Evangelio del domingo, 31 de mayo de 2020

Escuchar lecturas y homilía

Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés. Al principio fue una fiesta agrícola por la cosecha. Luego pasó a conmemorar la alianza de Dios con su pueblo en el monte Sinaí y la entrega de los diez mandamientos y se convirtió en fiesta de peregrinación a la Ciudad Santa, a la que acudían gentes de todo el mundo entonces conocido. En el Pentecostés que siguió a la Resurrección de Jesucristo tuvo lugar un suceso extraordinario que le dio un sentido diferente: los apóstoles, reunidos en oración en el Cenáculo de Jerusalén, junto con María, la Madre de Jesús, recibieron el Espíritu Santo.

Si hasta entonces habían permanecido en Jerusalén por mandato expreso de Jesús, ahora son lanzados al mundo entero: "Como el Padre me envió, así os envío Yo". Como el Padre envió a su Hijo para salvar a todos los hombres y mujeres del mundo, una vez realizada con su entrega hasta la muerte, él envía a sus discípulos a comunicársela mediante el bautismo y los demás sacramentos. Eran muy poca cosa: un puñado de incultos, cobardes y de visión estrecha y corta.

Por eso necesitaban el Espíritu Santo. Con Él podrían comerse el mundo. Y se lo comieron. Armados con la fuerza y sabiduría de lo alto se lanzan por las calles y plazas de Jerusalén, anuncian que Jesucristo ha muerto y resucitado por ellos, les llaman a la conversión y al bautismo, ellos se arrepienten y bautizan y surge la primera comunidad de discípulos de Jesús. Una comunidad hecha de todos los pueblos. Una comunidad que, consciente de que todos han recibido el mismo bautismo, no distingue entre siervos y libres, judíos y griegos, varones y hembras porque en todos ve hermanos y hermanas.

Nosotros ahora podemos tener la impresión de ser un puñado de personas parecido al de los apóstoles antes de Pentecostés. Si de nosotros dependiera la eficacia de la misión de la Iglesia, sería para tomarlo a broma. Para nuestra fortuna -y la de todos-, depende del Espíritu. Nosotros somos instrumentos en sus manos. Pidamos a María, en este último día de mayo, que su Hijo repita en su Iglesia el primitivo Pentecostés. El mundo lo necesita con urgencia.

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«Hacia un renovado Pentecostés»

Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)

gil hellin

Al hilo del Año Litúrgico hemos ido recorriendo las grandes etapas de la vida del Señor. Después del tiempo pascual en el que hemos venido compartiendo la alegría y la esperanza de Jesús Resucitado, hoy celebramos la solemnidad de Pentecostés. La «Pascua granada», como la llamáis con acierto a nivel popular, que es fundamental para la vida de la Iglesia y de todos los creyentes. El domingo pasado celebrábamos la Ascensión del Señor, que está junto al Padre, después de cumplir su misión en la tierra con su vida, palabra, pasión, muerte y resurrección. Padre e Hijo, que no quieren dejarnos solos ni huérfanos sino que nos regalan definitivamente su amor a través del Espíritu Santo prometido. Pentecostés es la fiesta que actualiza aquí y ahora ese don del Espíritu derramado en cada creyente, en la Iglesia y en el mundo entero.

El libro de los Hechos de los Apóstoles narra con fuerza lo que fue Pentecostés para los primeros discípulos encerrados en el Cenáculo por miedo a los judíos (Hch 2,4). Quizá el marco de este relato nos resuene hoy más cercano, después de los meses en que también nosotros hemos estado confinados con nuestros miedos, con la esperanza y la fe puestas a veces a prueba, contemplando la enfermedad, la desolación y la muerte que nos han rodeado. Pues en aquel contexto sucede el primer Pentecostés de la historia y los apóstoles son transformados por el Espíritu, que cambió sus corazones y sus vidas; de vacilantes pasan a ser valientes, de temerosos y encerrados pasan a ser misioneros, y comienzan a anunciar sin miedo la experiencia del Señor resucitado a cuantos les escuchaban. Hoy, como entonces, Pentecostés se repite en la iglesia, y es la gracia de perpetuar día tras día, lugar tras lugar, lengua tras lengua, la palabra y la presencia de Jesús.

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Evangelio del domingo, 24 de mayo de 2020

Escuchar lecturas y homilía

La campana suena igual, aunque la cam­bien de sitio, dice el adagio popular. La campana de la Ascensión ha cambiado de sitio -del jueves al domingo- pero sigue sonando igual el misterio que en ella se celebra. Antes y ahora la Ascensión es una solemnidad de inmensa alegría, de firme esperanza y de fuerte compromiso. De alegría, porque Jesús, victorioso del pecado y de la muerte, sube hoy al lado de su Padre en el Cielo. De firme esperanza, porque no sube solo. Nosotros subimos con él. Él es la Cabe­za, nosotros los miembros, Él y nosotros forma­mos su Cuerpo Místico. Por tanto donde Él ya ha llegado, llegaremos un día nosotros. De compromiso, porque al subir al Cielo nos ha dejado este mandato: "Id al mundo entero y haced discípulos míos a todas las gentes, bautizándolas en el nom­bre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

Los discípulos de Jesús no somos personas descom­prometidas, apocadas y con una personalidad incapaz de afrontar y resolver los problemas que conlleva la existencia humana en este mundo. La religión no sólo no es el opio del pueblo, sino su acicate, su estímulo y su fuerza para arremangar­se y mirar de frente el trabajo, el dolor, la enfer­medad, como ahora han demostrado tantos mé­dicos, enfermeras, personal de servicios de su­permercados, ejército, familias con hijos pequeños, sacerdotes y un largo etcétera. Se han jugado la vida muchas veces, precisamente por­que sabían que éste era ahora su camino hacia el cielo.

No obstante, sabemos que la tierra no es nuestra Patria. La Patria es el Cielo. Aquí estamos de paso, pero bien comprometidos; alli, descan­saremos y gozaremos para siempre. ¡Pobres de nosotros si contáramos únicamente con nues­tras fuerzas, tan limitadas y débiles! Para fortuna nuestra, Jesucristo nos ha dejado en la última lí­nea del evangelio de san Mateo, que leemos en la misa de este domingo, este mensaje: "Yo estaré con vosotros todos los días has ta el fin del mun­do". Él hará por nosotros lo que nosotros no po­demos. Y, cuando tenga que levantarnos del sue­lo de nuestros pecados, seguirá a nuestro lado.

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Día de África

Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)

gil hellin

La Iglesia celebra este domingo la Ascensión del Señor. Jesús termina su misión en la tierra y comienza la nuestra, la de su Iglesia, ya que antes de partir nos encomienda que hagamos discípulos en nombre de Dios, que extendamos la Buena Noticia de su amor por toda la tierra. Y aunque desaparece de nuestra vista, seguirá actuando a través nuestro con la garantía de que nunca estaremos solos, pues siempre estará con nosotros.

A la luz de este encargo del Señor, advirtiendo que mañana, día 25 de mayo, se celebra el Día de África, quiero que volvamos hoy la mirada hacia este continente. A algunos de vosotros tal vez os sorprenda que en este periodo de dolor y de incertidumbre en el que nos vivimos inmersos, os invite a sentir como propia esta celebración del Día de África, que aparentemente nos resulta lejana y distante. No obstante, como ya os he dicho en alguna ocasión a lo largo de estas semanas, la experiencia de sufrimiento, cuando es vivida con sentido humano y cristiano, no nos clausura en nosotros mismos sino que nos abre a la solidaridad con las preocupaciones y la angustia de los demás, especialmente cuando son más vulnerables que nosotros mismos. Solo desde esta perspectiva el dolor nos purifica y nos transforma. Es la actitud que brota del camino que condujo a Jesús a través de la pasión y de la muerte hasta la gloria de la Resurrección. África es, por otra parte, uno de los continentes donde también entregan su vida, sirviendo al Evangelio en más de 20 países, misioneros burgaleses; un numeroso grupo de 70 misioneros: 44 mujeres y 26 hombres (sacerdotes, religiosos, religiosas, y seglares). Es una ocasión de unirnos a ellos con el sentido homenaje de nuestro recuerdo, agradecimiento y oración.

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Parroquia Sagrada Familia