Evangelio del Domingo, 1 de Noviembre de 2015

Hoy es la solemnidad de “Todos los Santos”. Una fiesta que deberíamos celebrar con especial gozo y alegría, porque algunos de ellos son familiares, amigos y conocidos nuestros. Acostumbrados como estamos a pensar que el santo es una especie rara, que sólo unos pocos están hechos de esa madera y que, además, esa madera sólo existe en el espacio donde viven los curas, los frailes y las monjas de clausura, nos resulta difícil pensar que se puede ser santo vistiendo pantalones vaqueros y trabajando ocho horas diarias en una fábrica o en un banco.

Es una mentalidad que se ha ido formando a lo largo de los siglos y que, de alguna manera, hasta el mismo santoral oficial confirmaba, dado el escasísimo número de padres de familia y gente corriente de la calle que recogía en sus páginas. Menos mal que, desde hace más de un milenio, creó la fiesta que hoy celebramos y, en fechas muy recientes, lo ratificó doctrinalmente en el Vaticano II.

“Todos los santos” son, en efecto, los santos anónimos, los santos que no están expuestos a la veneración de los fieles en una iglesia. Son esas madres cristianas que nunca tuvieron tiempo para pensar en sí mismas y fueron los sacerdotes de su hogar, donde descubrieron a Dios y la Virgen a sus hijos, les enseñaron a rezar las oraciones al levantarles y acostarles, les dieron ejemplo de preocuparse de los pobres y de los enfermos, les enseñaron el catecismo y tantas y tantas cosas humanas y divinas. Son esos padres, como uno que yo conocí, que al decirle “no he gastado más que una peseta” durante todo el verano, me contestó: “yo no he gastado ni una peseta”.

Son esos chicos y chicas que sintieron la vocación al celibato en medio del mundo y dijeron “sí” a Dios con decisión y alegría. Son esos niños a quienes sus padres llevaron a bautizar pocos días después del nacimiento y murieron unos meses o años más tarde. Son esos ancianos gastados por los años y, sobre todo, por el peso incalculable de sus buenas obras. Son, en fin, tantos y tantas que encontraron a Dios “entre los pucheros”. Nos esperan en el Cielo y, mientras nos juntamos con ellos, ruegan por nosotros que somos sus hijos, sus padres, sus esposos, sus amigos.

 

Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,1-12):

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»

Parroquia Sagrada Familia