Evangelio del domingo, 19 de marzo de 2023

Hoy se nos narra la curación por parte de Jesús de un ciego de nacimiento. Es una narración muy bien desarrollada por san Juan en forma de catequesis para dar a su comunidad varias enseñanzas. Jesús había tenido una larga discusión con los fariseos, derivada en parte por una gran proposición que había dicho Jesús: “Yo soy la luz del mundo”. Ahora nos va a demostrar el evangelista de una manera gráfica, como era frecuente en aquella cultura oriental, que en verdad Jesús es la luz, dando la luz del cuerpo y del alma a aquel ciego de nacimiento. Hay una contraposición en toda la narración: un hombre ciego que llega a la luz física y espiritual de la fe, mientras algunos que se creían ver bien espiritualmente se convierten en ciegos.

Comienza el relato con un tema iluminador. Los discípulos, al ver al ciego, siguiendo las creencias populares, le preguntan a Jesús: “¿Quién pecó para que naciera ciego, él o sus padres?” En muchas religiones siempre ha habido esta creencia, que, si hay un mal en la comunidad, alguno ha tenido que ofender a la divinidad, que les ha mandado este mal, y por lo tanto hay que descubrirlo o satisfacer a esa divinidad con sacrificios y ofrendas. Esto siguen creyéndolo más o menos muchas personas. Pero Jesús rechaza esa creencia y declara que Dios no castiga aquí a nadie. Este mundo es imperfecto (ya llegará el perfecto) y Dios no suele querer influir con milagros ante las leyes imperfectas de la naturaleza y menos contra la libertad humana. Por causa de esta libertad muchos padres transmiten, físicamente o espiritualmente, enfermedades, o vicios, o grandes virtudes. Dios siempre es bueno y nos ayuda para que de todo lo que creemos malo podamos sacar bienes.

Jesús hace un pequeño rito de curación, lo de la saliva y el barro, para resaltar más la ceguera y despertar la esperanza de la curación. San Juan, que narra muy poquitos milagros de Jesús, cuando lo hace, es para dar alguna gran enseñanza. Aquí lo que interesa es sobre todo el proceso de la fe para enseñarnos mejor a conocer a Jesús, el Hijo de Dios. Y por eso va describiendo diversos pasos ascendientes que da el ciego en el conocimiento de Jesús. Cuando ya se siente curado, a Jesús le llama simplemente: un hombre. Después, cuando le preguntan los fariseos, dirá que Jesús tiene que ser un profeta. Después valientemente, en la discusión con ellos, les dice que no puede ser pecador sino “venido de Dios”. Finalmente, ante la presencia de Jesús, se postra ante El y declara que es el Mesías.

Sin embargo los fariseos van avanzando en la ceguera. Se creen que lo saben todo en cuestión de religión; pero, debiendo ver la evidencia del milagro, se van cerrando en la oscuridad de su corazón para no aceptar a Jesús como enviado de Dios. No quieren perder sus privilegios sociales y merecen el juicio condenatorio de Jesús. En verdad que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Esto es un toque de atención para nosotros. En cada uno de nosotros hay parte de luz y parte de oscuridad. La virtud es reconocer que no tenemos la completa luz y dejarnos abrir a la luz de Cristo. Para ello hace falta humildad y reconocimiento de la realidad. Los que se creen que lo ven todo claro, que ni dudan ni preguntan, se cierran en la oscuridad.

Este evangelio de hoy ha sido importante durante muchos siglos como base para la preparación del bautismo, especialmente por lo del agua, el lavado y la luz. Una condición indispensable para recibir el bautismo, si uno es adulto, y poder recibir el perdón, es el reconocimiento del propio pecado. Así el ciego del evangelio, después de ser curado, ante todos reconocía que había sido ciego. El cristiano que ya tiene la luz de la fe debe hacer como aquel que había sido ciego: ser valiente en defender a Jesucristo, no avergonzarse de su bienhechor, reconocer que sin él no hubiéramos visto. Y no ser como sus padres que temían a los fariseos y no querían ser testigos de la verdad que se había producido por el gran amor de Jesús.

Lectura del santo evangelio según san Juan (9,1.6-9.13-17.34-38):

En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían: «El mismo.»
Otros decían: «No es él, pero se le parece.»
Él respondía: «Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.»
Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó: «Que es un profeta.»
Le replicaron: «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.

Palabra del Señor

Parroquia Sagrada Familia