Evangelio del domingo, 16 de abril de 2023

Todos los años en este segundo domingo de Pascua la Iglesia nos presenta estas mismas escenas en el evangelio: Jesús se hace ver por los apóstoles reunidos en la tarde o noche del primer domingo de resurrección, y luego vuelve a presentarse, ahora estando ya Tomás, el domingo siguiente, correspondiente al día de hoy. La primera idea a considerar es cómo la primitiva comunidad acepta el cambio del día del Señor, que en vez de ser el sábado comienza a ser el domingo. Es el mismo Jesucristo, que, al cambiar la mentalidad religiosa del Ant. Testamento al Nuevo por medio de su resurrección, transforma ese día de gloria en el día más propio para la alabanza a Dios. Por eso parece querer celebrar ese día una semana después de su resurrección.

Los apóstoles estaban cerrados por miedo a los que habían matado a Jesús. San Juan no nos dice si ya estaban algo consolados, aunque sin creer del todo, por lo que les había dicho san Pedro y los dos de Emaús. El hecho es que Jesús viene a consolarles y a darles unos cuantos regalos. El primero que les da es el de la paz. La necesitan de verdad. Una paz, que no es sólo una tranquilidad externa, como para quitar el miedo, sino algo que permanece en lo más íntimo de la persona, como persuasión de que la vida tiene un gran sentido, porque Cristo vive entre nosotros. Ese sentimiento de paz nos la desea la Iglesia en la Eucaristía y debemos desearla y, si es posible, sentirla, en nuestro encuentro comunitario del domingo, día del Señor.

Y con la paz les da la alegría, que es un fruto del Espíritu Santo. Por eso les da el Espíritu Santo. Sabemos que el día de Pentecostés lo recibirían de una manera más palpable; pero todo acto bueno, como la celebración eucarística, puede hacer que el Espíritu Santo venga más íntima y plenamente a nosotros. También les da el poder de perdonar pecados. Nunca podremos tener el Espíritu de Dios si en nosotros domina el pecado. Por eso, si tenemos conciencia de pecado, debemos recibir la Confesión.

Pero Tomás no estaba con ellos. Habría tenido que marcharse el mismo domingo quizá antes de que las mujeres dieran la primera gran noticia. Nos parece demasiada terquedad y demasiada exigencia por parte de Tomás. Tardaría unos cuantos días en unirse a sus compañeros. Tomás amaba mucho a Jesús. En una ocasión había dicho que estaba dispuesto a morir con El. Por eso en aquellos días, después de los trágicos sucesos del Viernes Santo, su alma estaría como sin vida, pensando que todo se había terminado. Cuando sus compañeros le dijeron que Jesús había resucitado le parecería demasiado hermoso y casi como un complot contra él. Por eso se encerró en su idea. Aquí aparece la infinita bondad de Jesús que condesciende a los deseos de Tomás. También parece como decirle que la fe no se aumenta por hechos externos, como el tocar, sino por la aceptación de la palabra de Dios. Y en ese momento Tomás pronuncia una de las exclamaciones más bellas del evangelio: “Señor mío y Dios mío”.

Hay muchas personas que pronuncian esa exclamación llena de fe en el momento de la elevación de Jesús en la Consagración. Ello es como cumplir la bienaventuranza que en ese momento decía Jesús: “Dichosos más bien los que crean sin haber visto”. Tener fe es creer en Jesús resucitado sin necesidad de ver y tocar, como pudieron hacer los apóstoles y otras personas queridas de Jesús.
En este ciclo A, en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, se nos habla de la vida de caridad y unión de la primitiva cristiandad como signos concretos de la presencia de Cristo resucitado entre los fieles. Todos perseveraban en la oración de alabanza al Señor, especialmente en la “fracción del pan”.

San Pedro en la segunda lectura nos invita a alabar a Dios Padre por la fe en la resurrección de Cristo y la esperanza en nuestra propia resurrección. En esta vida, por medio de la fe, ya podemos vivir una vida de resucitados, que se convertirá en gozo inefable y transfigurado por la salvación.

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-31):

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en
medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Palabra del Señor

Parroquia Sagrada Familia