Visitar a los enfermos

Las personas mayores, muchas veces sufren caídas, se rompen algún hueso y deben ser internadas. Este era el caso de Felicitas, que yendo a hacer las compras, se tropezó con una baldosa rota y se rompió la cadera. Lleva­ba dos semanas internada en un hospital, en una habitación que tenía dos camas. Una va­cía, hasta que llegó Leo­nor. Ella también se cayó y se rompió la pierna.

Tenían más o menos la misma edad; les gusta­ban los mismos progra­mas en la tele; las dos necesitaban ayuda para levantarse, para ir al ba­ño, para hacer los ejer­cicios... pero eran muy diferentes. Felicitas pro­testaba por todo, trataba a los enfermeros de mal modo y se quejaba de la comida. Leonor era agradecida, sonriente y llegado el caso de te­ner que protestar, elegía formas agradables; sabía cómo hacerse oír cuando necesitaba al­go. Los enfermeros acudían rápidamente a su llamada, porque sabían que había un motivo serio. Esta diferencia en la forma de ser, no ayudaba a que las mujeres se llevaran bien. Tampoco se peleaban; tenían un trato formal. Se saludaban a la mañana, se preguntaban cómo habían pasado la noche, compartían el diario y... nada más.

Felicitas veía que a su vecina la visitaba todos los días una sobrina.

—Tía, buen día, qué alegría verla tan bien. Hoy le traje una revista que le gusta. ¿Cómo anda esa piernita? —decía cada vez que lle­gaba, siempre con una sonrisa.

A Felicitas la cuidaban sus hijos y una nue­ra que, como trabaja a la vuelta, le queda de paso. Sus hijos se turnaban; corrían todo el día para no dejarla sola en las comidas, estar presentes en los partes médicos y seguir la evolución de la fractura. Ellos hacían un gran es­fuerzo, por el trabajo que cada uno tenía y porque tenían hijos pequeños. Organizaron una cadena de responsabilidades y siempre cumplían con los horarios a pesar del cansancio u otras obliga­ciones.

Sin embargo, Felicitas en­vidiaba a su vecina; envi­diaba su sobrina joven y siempre dispuesta.

Leonor se recuperó rápidamente y le dieron el alta.

—Usted se va tan rápido porque su sobrina la ha ayudado mucho. Es muy afortunada, le di­jo mientras Leonor esperaba al camillero que la llevaría en ambulancia a su casa.

—¿Suerte... qué sobrina? No entiendo.

— Esa chica que vino todos los días, que siempre le dice tía... Pero mejoró antes que yo por todo el cariño que le brinda.

Leonor era de esas personas que se enojan poco, pero cuando lo hacen... Bueno, en ese momento se enojó con su vecina de cama.

—Mire Felicitas, usted no se va a mejorar por­que está enroscada y así no puede caminar.

Durante estas dos semanas observé el trato que les daba a sus hijos y a su nuera que, aunque cansados, pasaban todos los días a darle un beso, a traerle una revista o una golosina. La chica que viene a cuidarme no es mi sobrina; ella me dice tía porque es su costumbre hablar así a todos sus pacientes, es una enfermera que paga mi hijo, al cual usted no conoce porque vive lejos y no viajó para verme. Si hubiera puesto el mismo es­fuerzo que hizo en envidiarme, para mejo­rarse, ahora estaría en su casa, disfrutando de su maravillosa familia.

En ese momento llegó el camillero y Leonor se fue en silencio, sin mirar hacia atrás.

Esa tarde, Felicitas recibió a su hija con una gran sonrisa. Su familia, en la medida de sus posibilidades, se esforzaba y dejaba de aten­der sus propias cosas para acompañarla. Los médicos se sorprendieron al ver que en po­cos días mejoró más que en un mes.

Cada uno de nosotros tiene una tarea, una misión. Nadie puede ser reemplazado por otro. Lo que uno no hace, no lo hará nadie, por lo menos de la misma forma.

Jesús es el que nos ilumina, nos da la vista para ver, para descubrir qué espera Dios de nosotros. Nos alumbra para que veamos el camino hacia la felicidad, el bien común y la paz.

Parroquia Sagrada Familia