Reflexión al Evangelio del Domingo 7 de julio

En otros lugares del evangelio encontramos que Jesús manda a predicar a los doce apóstoles. Hoy envía a 72. Estos eran como seglares seguidores de Jesús. Ello nos quiere decir que para ser misionero no es necesario ni ser aspirante a sacerdote, sino que todos, por el hecho de estar bautizados, debemos sentir la llamada de Jesús para predicar el Reino de Dios. No es que todos tengan que marchar a otro país, como a veces lo hacen algunas familias enteras; sino que siempre debemos estar dispuestos a manifestar nuestra fe y la alegría de ser cristianos más allá de nuestro ambiente. Este hecho de mandar a 72 es un significado de que la misión de Cristo debe ser universal. En aquel tiempo 72 era el número que se creía eran las naciones todas de la tierra.

Jesús les envía “de dos en dos”. Para los israelitas esto tenía importancia porque sus leyes exigían que al menos fuesen dos los testigos en cualquier juicio. Pero significa también que el evangelizar no es obra de un particular, sino de toda la comunidad, aunque la llamada de Dios exija una respuesta personal. También indica, especialmente entonces, el poder ayudarse y protegerse mutuamente en los peligros.
Lo que debe hacer un misionero es: predicar el Reino de Dios, sanar enfermos, que es hacer toda clase de bienes, y rezar. Misionar es necesario porque “la mies es mucha y los obreros son pocos”. Esta urgencia de entonces sigue siendo actual en nuestros días. El éxito no dependerá sólo ni principalmente del esfuerzo. Por eso el rezar. Para ser misionero es indispensable estar bastante tiempo con Jesús para experimentar su amor y para alimentarse de su palabra. También para pedir por otros misioneros.

Los enviados por Jesús eran como precursores, anunciadores de la presencia de Jesús. Debían ir delante por los diversos pueblos y aldeas. No les dice Jesús que es una empresa fácil. Ellos son como ovejas que van a ir a lugares donde hay lobos. Esta es una imagen viva para hablar de las dificultades. Éstas no estarán sólo en los caminos y las asperezas de la vida, sino sobre todo en la maldad de muchas personas.

Para todo ello les pide que vayan con sencillez. Es difícil tomar a la letra los signos de pobreza de que habla Jesús; pero lo cierto es que a veces se exagera en buscar “necesidades” para la evangelización. A veces parece que no se pone tanto la seguridad en las manos de Dios, cuanto en los medios humanos. Lo cierto es que la misión es algo urgente y dramático, para la que se necesita estar muy desprendido de bienes materiales. Es tan urgente que Jesús dice que no se salude a nadie en el camino. Esto se debe a que entre los orientales en el saludo no se trata sólo de un “adiós”, sino que abunda mucho lo ceremonioso: “El amor de Cristo nos urge”.

Lo primero que debe dar el misionero es la paz. Aquí la paz significa el mismo don de Cristo. Él es la paz. Es posible que sean bien recibidos. Sigan predicando el bien. Pero habrá muchos casos en que no sean escuchados y quizá hasta perseguidos. En ese caso quédense tranquilos, porque han cumplido con su deber, aunque parezca no haber tenido éxito. En ese caso “sacúdanse los pies”, porque Dios dará a cada uno su merecido. Si uno ha trabajado bien, aunque no se vea, siempre habrá éxito.

Muchas veces sí se ve el relativo éxito, como lo vieron aquellos 72. Volvieron llenos de alegría, porque hasta los demonios se les sometían. Aquí por demonios podemos ver todas las fuerzas invisibles del mal, como los principios falsos de gran parte de la sociedad. Someterse los demonios significa que se iba implantando el Reino de Dios. Estas maldades estén representadas en las serpientes y escorpiones y Satanás que cae del cielo, porque va triunfando la verdadera paz y el amor entre los creyentes. La victoria de Jesús significa la derrota de Satanás.

Hoy Jesús también nos dirige su propuesta: Es necesario y urgente ponerse en camino. Ser misionero es ser continuación de la misión que Jesús recibió del Padre para venir al mundo a sembrar el amor. Pidamos para que sea una realidad.

Parroquia Sagrada Familia