Cuento de olivo
La hora de la siesta, es sagrada. La primera vez que la abuela fue de visita, se sorprendió de que interrumpieran tantas horas el trabajo. Su hijo le explicó que era imposible estar a pleno rayo de sol, por más protector solar, sombrero o camisa de manga larga que se usara. Sin embargo, la abuela no le hizo caso y, mientras todos descansaban dentro de las casas frescas, construidas de adobe, decidió ponerse el sombrero, tomar una botellita de agua de la nevera y salir a dar una vuelta. Voy hasta donde están los animales, pasando la huerta, son sólo doscientos metros, pensó.
Fueron los doscientos metros más largos de su vida. Ni bien pasó debajo de la última higuera, los rayos del sol se clavaron en su piel, a través de la ropa. Se mojó la cabeza con el agua y así llegó. Envidió la sombra de las charcas donde se apretaban los animales, inmóviles, para gastar la menor cantidad de energía posible. Ella era la única que se movía, ni el viento se atrevía a desafiar al sol, rey indiscutible a esa hora. Vio, unos pasos más adelante, un olivo. Calculó que las fuerzas le daban para recargar la botella con la manguera con la que le daban agua a los animales y así poder llegar hasta allí.