Evangelio del domingo, 6 de agosto de 2023
Hoy el evangelio nos muestra un milagro de los más conocidos e impactantes para los apóstoles, ya que lo relatan los 4 evangelistas. Aparece de manera tierna y viva la misericordia de Jesús, que va unida con su poder. Jesús había pasado aquel día predicando y haciendo el bien. La gente le seguía con fervor, despreocupados hasta de las necesidades vitales, como es el comer. Pero esas necesidades estaban allí y los apóstoles se dan cuenta. Este dato de los apóstoles es interesante, porque a veces nosotros convivimos con personas que tienen problemas diversos y nosotros “pasamos de ello”, como cuando muchas personas dicen: “ese es su problema”. Jesús quiere que seamos solidarios con las necesidades del prójimo, que en muchos casos pueden ser materiales, pero en otros casos serán necesidades del espíritu.
Los apóstoles piensan en una solución “a su altura”: que Jesús les despida y busquen algo para comer en las aldeas cercanas. Pero Jesús hoy nos quiere dar una gran lección: que, aunque Él vaya a hacer una gran maravilla con el milagro, quiere que nosotros colaboremos con algo. Jesús podía haber hecho el milagro de muchas maneras: simplemente podía haber hecho que la gente no tuviera hambre, o podría haber hecho que bajaran del cielo muchos panes u otros manjares, recordando lo que los israelitas creían haber sucedido con el maná del desierto. Pero Jesús pide la colaboración de los apóstoles. Sólo tienen cinco panes y dos peces. Con ello dará de comer a aquella multitud. Eran unos cinco mil hombres. Algunos piensan que cuando dice el evangelista “sin contar a las mujeres y niños” es una expresión machista. Quizá lo sea, porque así era la costumbre de entonces; pero la realidad parece ser que en aquel tiempo las multitudes que seguían a los profetas, como a Juan Bautista, se componían principalmente de hombres. Las mujeres y niños solían quedarse en casa.
Los gestos que usó Jesús: “alzando los ojos, bendijo, partió” son los mismos que realizó en la Ultima Cena para la Eucaristía. Por eso hay una gran similitud entre los dos hechos. Sin embargo, no es precisamente por los gestos, ya que eran los comunes que un padre de familia solía hacer al repartir el pan entre sus hijos. El símbolo está en que la Eucaristía es una multiplicación real de su propio Cuerpo que se nos da a todos los que queramos recibirlo, porque es para saciar el hambre espiritual.
Hay muchas enseñanzas en este milagro. Quizá la principal es que debemos ser solidarios en el mundo ante el hambre material y espiritual. El problema del hambre material en el mundo es muy grande. Y mientras no se solucione, no podrá haber verdadera paz, justicia y libertad. El problema del hambre es problema de egoísmo, porque el hecho es que alimentos sí hay; pero los recursos están limitados por los intereses particulares egoístas. También hay mucho dinero, pero mal empleado. Debemos escuchar lo que hoy en la primera lectura nos dice el profeta Isaías: “¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta? ¿Y el salario en lo que no da hartura?”. Por eso es necesaria una conversión espiritual. No sólo se gasta en lo que no quita el hambre y la sed, sino en lo que aumenta la angustia y la desazón.
Hay otra clase de hambre que Jesús ha venido a saciar. Jesús aquel día pensaba descansar y hablar íntimamente con sus apóstoles; pero se encontró con la multitud que le buscaba para escuchar la palabra de Dios “y se compadeció de ellos”. En otros lugares dice el evangelio “porque eran como ovejas sin pastor”. Hay muchos en la vida que están desorientados. Unos quieren orientarse y otros no. Lo peor suele suceder que cuanto más faltos están de la palabra de Dios, menos hambre tienen. Por eso una de las grandes colaboraciones que Dios quiere de nosotros es el suscitar interés por las cosas de Dios y suscitar interés por las cosas de nuestros hermanos. No nos contentemos con lo nuestro. La comida no es sólo la satisfacción orgánica de la persona, sino un convivir unidos para prepararnos a convivir en la eternidad.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
«Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Palabra del Señor