Madres: el maravilloso regalo de Dios
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Una vez leí que el corazón de una madre es un abismo profundo en cuyo fondo siempre encontraremos acogida y perdón. Y es que el amor de una madre es tan incondicional que no sabe de pasados, que no tiene en cuenta el mal y que no contempla lo imposible. Hemos comenzado el mes de mayo; mes de María; mes de la madre.
Hoy, quisiera dedicar esta carta, de manera muy especial, a todas las madres del mundo. A vosotras: valientes, fuertes, humildes, sencillas, heroínas que, en medio de una dificultad asombrosa, habéis conseguido sacar adelante a vuestros hijos. Y, en el corazón de todas vosotras, pienso en la Virgen María: la madre del amor, la razón de la ternura, el cáliz viviente que custodió –en su vientre– a Jesús.
Una madre es algo tan maravilloso y tan bello que hasta el mismo Dios quiso tener una. Ella, custodia de la vida de la Iglesia, con su ofrenda sobrehumana en la cruz, nos hace a todos hijos; amados, elegidos e infinitamente suyos. Un amor que brota de otro más grande: el del Padre, que –abrazando a su Hijo, en sus últimos hálitos de vida– nos entregó a su propia madre. «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27). Y, desde ese momento, Dios vistió de humanidad la orfandad de un mundo tantas veces solitario.
Las madres son «el antídoto más fuerte para el individualismo, las que más repudian la guerra que mata a sus hijos y las que atestiguan la belleza de la vida», dijo el Papa Francisco en 2015, durante la primera catequesis de las audiencias generales de los miércoles. Y, ciertamente, «una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana», apenada, vacía de sentido.
Ya sabéis por dónde pasa el camino más directo para llegar a Jesús: por María. Y también os podéis imaginar quién intercede para que vuestros nombres sean escritos en el libro de la vida: María. «Todo a Jesús por María, y todo a María para Jesús», rezaba san Marcelino Champagnat.
Una madre, tenemos todos una experiencia constante de ello, entiende, perdona, no lleva cuentas, cuida, enseña, sufre, cura y, sobre todo, ama. Mucho más, incluso, que a ella misma. Porque es capaz de tomar el lugar de todos, de esperar lo inesperable, de permanecer en silencio, sea el tiempo que sea, hasta que el corazón de su hijo vuelva a abrazar la calma.