La Pascua del trabajo

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, III Domingo de Pascua, cuando celebramos la Pascua del Trabajo, retomo aquellas palabras del Santo Padre para recordar la dignidad del trabajo y la necesidad de promoverlo en condiciones justas y humanizadoras. Un canto a la Doctrina Social de la Iglesia, que desea con todas sus fuerzas velar por la integridad de las personas y de la sociedad: «Cada vez que esta se vea amenazada, o reducida a un bien de consumo, la Doctrina Social de la Iglesia será voz profética que nos ayudará a todos a no perdernos en el mar seductor de la ambición. Cada vez que la integridad de una persona es violentada, toda la sociedad empieza a deteriorarse».

En este alto en el camino que Dios nos concede, tomamos conciencia de los desvelos, las alegrías y las esperanzas de nuestros hermanos y que deben ocupar nuestro corazón.

Si la conversión a Cristo que celebramos en esta Pascua nos hermana en su amor y constituye un nuevo nacimiento (cf. 1 P 1, 3), no podemos permanecer indiferentes ante el que sufre, por las circunstancias que sean; personales, familiares, laborales…

Cuando el trabajo deja de ser una expresión digna de la persona, que la perfecciona, entonces deja de formar parte de la preciosa obra que Dios pensó para ese hijo suyo. Porque nuestro compromiso cristiano adquiere autenticidad cuando abrimos de par en par el alma a quienes sufren porque, desgraciadamente, se ven obligados a sobrevivir en los márgenes de la sociedad. Solo así, quedándonos donde más sangran la pobreza, el desamparo y la marginación, apreciamos verdaderamente el inmenso amor que el Padre nos tiene.

En este sentido, se debe garantizar la protección plena de los trabajadores mediante el respeto de sus derechos fundamentales. Aún tengo grabadas las palabras del Papa Francisco en la Misa de Gallo de 2021: «¡No más muertes en el trabajo! Y esforcémonos por lograrlo». Una llamada especial a concienciarnos de la necesidad de sensibilizarnos ante la siniestralidad laboral que abandona el cuidado de la vida en el ámbito del trabajo. Jesús vino a «ennoblecer a los excluidos», exhortaba el Santo Padre, y por eso eligió nacer cerca de los pastores y «de los olvidados de las periferias». Dios «viene a colmar de dignidad la dureza del trabajo; nos recuerda qué importante es dar dignidad al hombre con el trabajo, pero también dar dignidad al trabajo del hombre, porque el hombre es señor y no esclavo del trabajo», confesó durante aquella celebración que hoy está más presente que nunca.

Y si la vida, queridos hermanos y hermanas, es el mayor bien que atesoramos, hemos de tener presente que el trabajo tiene que realizarse en plenas condiciones de dignidad. Cuando la persona deja de estar en el centro, todos los derechos se desmoronan. Como Iglesia, recojamos esta llamada a poner a la persona en el lugar que le corresponde y a hacer, del ámbito laboral, un espacio humano, saludable, que nos permita expresar la capacidad creadora que Dios ha puesto en nuestras manos. ¡Qué importante es no olvidar jamás la dimensión del cuidado en todas y cada una de nuestras acciones!

Le pedimos a la Virgen María que este llamamiento a la caridad profesional que hoy celebramos con la Pascua del Trabajo, sirva para que el vínculo de fraternidad en Cristo nos haga más fraternos, hasta que podamos escuchar, como dijo a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga en este domingo de Pascua.

¡Que la misericordia del Señor empape la tierra!

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia» (Diario, 300). Con estas palabras de Jesús reveladas a santa Faustina Kowalska, celebramos el Domingo de la Divina Misericordia: fiesta instituida por san Juan Pablo II que nos recuerda que Cristo es la fuente de la eterna compasión.

En este día tan colmado de esperanza y gratitud sobrevuela en mi corazón un pasaje del Evangelio que ilumina de modo formidable esta realidad. Me refiero al encuentro entre Jesús y la adúltera (cf. Jn 8,1-11); una página del Evangelio que pone el principio y el fin en el amor misericordioso del Padre. «Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, según la Ley, juzgada merecedora de la lapidación; Él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino propósito originario», recuerda el Papa Francisco en su carta apostólica Misericordia et misera, escrita el 20 de noviembre de 2016, con motivo del Año de la Misericordia. En el centro no aparece la ley y la justicia legal, sino «el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo».

El Señor, como miró los ojos de aquella mujer para leer su corazón, hoy vuelve a recoger cada brizna de nuestra alma para recorrer, con nosotros, el camino del perdón y, por fin, liberarnos de aquello que nos esclaviza. Jesús, tras preguntarnos por nuestros acusadores como lo hizo con aquella mujer, vuelve a derramarse por entero para recordarnos que Él tampoco nos condena (cf. Jn 8,10-11); porque no solo anuncia, a tiempo y a destiempo, el mensaje de la misericordia del Padre, sino que también lo vive, se hace cargo, se compadece y nos llama a la conversión.

Dios desea revestirnos de la misericordia que encuentra su sentido en cada latido del verbo amar. Y nos envía a su Hijo para enseñarnos que la medida del amor alcanza su plenitud cuando abrazamos lo vulnerable, lo roto, lo frágil. Cómo no traer al recuerdo el momento en que Jesús se emociona y llora ante la tumba de su amigo Lázaro (cf. MC 6, 34), o cuando perdona al buen ladrón desde la cruz (cf. Lc 23, 34), o cuando se encuentra con los leprosos y sana su enfermedad (cf. Mc 1, 41)…

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El sepulcro está vacío

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con inmensa alegría, abrazamos la verdad culminante de nuestra fe, la resurrección del Señor: «No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron» (Mc 16, 6).

Hoy, la verdad revelada por Dios vuelve a levantarnos y llena nuestra vida de esperanza. El Padre, como al hijo pródigo, nos recibe en su casa, nos prepara un admirable banquete y nos da una túnica nueva.

Hoy nos convertimos en testigos de la Resurrección de Cristo (cf. Hech 1, 22), porque el Resucitado vuelve a sanar, una vez más, las llagas de toda la humanidad.

«¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!», reza la secuencia de Pascua que anuncia la victoria de Cristo sobre la muerte. La tumba vacía anuncia la esperanza más fiel, aunque –como a las mujeres santas y a los apóstoles Pedro y a Juan– necesitemos ir hasta el sepulcro al alba para ver: «Hasta entonces no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20, 9). Ciertamente, aunque las piedras que cubran nuestros sepulcros sean inmensamente grandes, el amor de Dios todo lo puede vencer, porque «si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe» (1 Cor 15,14).

La muerte no tiene la última palabra, porque la vida se abre paso con amor, porque la alegría ha vencido a la tristeza. «En Pascua, en la mañana del primer día de la semana, Dios vuelve a decir: “Que exista la luz”. Antes había venido la noche del Monte de los Olivos, el eclipse de la pasión y muerte de Jesús, la noche del sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza la creación totalmente nueva», recordaba el Papa Benedicto XVI, en una homilía pronunciada durante la Vigilia Pascual de 2012.

Jesús resucita del sepulcro: «La vida es más fuerte que la muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio. La verdad es más fuerte que la mentira. La oscuridad de los días pasados se disipa cuando Jesús resurge de la tumba y se hace Él mismo luz pura de Dios», revelaba el Santo Padre, para descubrir –al hilo de estas palabras– que con la Resurrección de Jesús la luz vuelve a ser creada: «Él nos lleva a todos tras Él a la vida nueva de la Resurrección, y vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día de Dios, que vale para todos nosotros».

Ahora, en Galilea, el Resucitado nos precede y nos acompaña por los senderos del mundo. Y si ayer, con las mujeres «contemplábamos “al que traspasaron”», decía el Papa Francisco en su homilía del 31 de marzo de 2018, hoy con ellas «somos invitados a contemplar la tumba vacía y a escuchar las palabras del ángel: “No tengáis miedo… ha resucitado”». Palabras que desean palpar nuestras certezas más hondas, «nuestras formas de juzgar y enfrentar los acontecimientos que vivimos a diario; especialmente nuestra manera de relacionarnos con los demás». Por tanto, si Él resucitó «del lugar del que nadie esperaba nada» y «nos espera –al igual que a las mujeres, como reseñaba el Papa– para hacernos tomar parte de su obra salvadora», ¿cómo no vamos a estar alegres ante un anuncio tan grande?

San León Magno desvelaba que Jesús «se apresuró a resucitar cuanto antes porque tenía prisa en consolar a su Madre y a los discípulos» (Sermón 71, 2). Resucitó al tercer día, «pero lo antes que pudo», afirma, anticipando el amanecer con su propia luz para consolar tanto dolor por su ausencia, para curarnos con sus propias heridas, que son las pruebas de un amor victorioso y profundamente fiel.

Ahora, en forma de mandamiento y como dijo a los apóstoles, nos deja una tarea primordial: «Que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Si vivimos así, a pesar de las contrariedades de la vida, dando la vida por los hermanos (cf. 1 Jn 3, 16), seremos discípulos de una esperanza que nada ni nadie nos podrá arrebatar, porque nace de la Resurrección de nuestro Señor.

Hoy, de manera especial, nos acogemos a la protección de la Virgen María, la Madre de Cristo Resucitado, y permanecemos a su lado, como hijos, aferrados a su precioso corazón. Y también al de María Magdalena, quien escuchó cómo el Maestro le llamaba por su nombre para darle una vida nueva. Que, como ella, nos dejemos impregnar por el amor del Señor y corramos, hasta los confines del mundo, proclamando con inmensa alegría: «¡Hemos visto al Señor. Ha resucitado!»

Con gran afecto, os deseo una feliz y santa Pascua de Resurrección.

Semana Santa: abrazados por un amor incondicional

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con la entrañable celebración del Domingo de Ramos, comenzamos la Semana Santa. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, con todo el pueblo unido a una sola voz, alabando su realeza con cantos, vítores y palmas, es el presagio de un amor incondicional, pero arrancado de raíz por la mano violenta del ser humano.

Para entrar de lleno en la Semana Santa hemos de abrirle la puerta de nuestro frágil corazón al Señor, poner en su mano con confianza la llave de nuestra vida y dejar que su misericordia nos abrace y nos rehaga desde dentro.

Para vivir los misterios de la Pasión y Muerte de Jesús, os propongo tres caminos: acoger la cruz sin rechazo y con amor, llenar de esperanza el sufrimiento y amar también a nuestros enemigos con humildad, mansedumbre y misericordia.

Acoger la cruz, aceptar la fatiga de su peso y abrazar cada espina del madero es hacerse Eucaristía con el débil, con el hermano que sufre, como padeció el Señor la injusticia de este mundo. La Palabra guarda con sigilo la contraseña, el gesto que da sentido al camino y que lo cambia todo: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga» (Mt 16, 24). Por tanto, poner nuestros pasos en las huellas de Jesús supone aceptar llevar la cruz de cada día, aunque a veces no entendamos sus planes, sus caminos o sus modos. Para ello, hemos de despojarnos de nuestros propios criterios para acoger el plan amoroso de Dios para cada uno de nosotros.

Quien sigue a Cristo, acoge y ofrece su propia cruz. Esta no implica desventura o aflicción; sino que es una oportunidad especial para acompañar a Jesús en su Pasión hacia la tan esperada Resurrección. Y solo hay un modo de perderse con alegría en su mirada para ser plenamente feliz: «El que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25).

Una llamada a la esperanza en medio del sufrimiento que implica, necesariamente, darle un sentido redentor, que purifique nuestros pecados. ¿Qué sentido tendrían, si no, la flagelación, las calumnias, los golpes, las humillaciones, la traición, el abandono, los clavos, la corona de espinas y la crucifixión del Señor? El vía crucis ultimado en el Madero muestra un Sagrario abierto que aviva nuestra fe y esperanza.

Ahí recordamos a esos «hombres y mujeres engañados, pisoteados en su dignidad y descartados, con ese rostro desfigurado, con esa voz rota que pide que se le mire, que se le reconozca, que se le ame», afirmaba el Papa Francisco en 2017 con motivo de la XXXII Jornada Mundial de la Juventud. Démosle, pues, sentido a nuestros momentos de oscuridad para que toda nuestra vida tenga sentido. De otra manera, si callamos, gritarán hasta las piedras… (cf. Lc 19, 40).

¿Y qué sería de esta Semana Santa si no respondemos a los clavos de la vida con amor? Pidamos a Dios que seamos capaces de amar a nuestros enemigos con humildad (cf. Mt 5, 43-48), acerquémonos con mansedumbre a quienes no nos quieren bien y derramemos misericordia en las manos de aquellos que nos han hecho daño. Quienes crucificaron a Jesús no sabían lo que hacían (cf. Lc 23, 34), y Él los perdona porque no lo habían reconocido como Hijo de Dios. Ese ejemplo de misericordia que nos enseña a perdonar desde la Cruz allana el sendero que comenzamos a transitar hacia la Pascua.

Hoy, a las puertas de la Semana Santa, ponemos nuestra esperanza en el corazón de la Virgen María. Ella, quien participa en el sacrificio redentor de su Hijo, es modelo perfecto del amor. Aferrémonos a su mano en este camino de Pasión y dejémonos colmar por su alma llena de gozo, hasta ver cumplida una nueva vida en Cristo con la esperanza de la Resurrección.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga durante esta Semana Santa.

El amor y la vida humana

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Tan pobre como es la mesa que carece de pan, así la vida más ejemplar resulta vacía si le falta amor», escribía san Antonio de Padua. ¿Y por qué no tiene sentido una vida sin amar y ser amado, aunque vivir no sea del todo sencillo? Porque la vida de todo ser humano, que es un regalo de Dios, siempre es digna de ser cuidada, protegida, amada.

Ayer 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, celebrábamos la Jornada por la Vida. Con el lema Acoger y cuidar la vida, don de Dios, la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida desea hacer más presente que nunca la Encarnación del Hijo de Dios: «El misterio más excelso de nuestra fe».

El «sí» de la Virgen María es un signo que convierte nuestros corazones de piedra en corazones de carne, es la puerta del amor que transfigura la vida humana en un bien desde la concepción hasta su fin natural. Por ello, defender la vida humana en toda situación es una cuestión de amor y no solo de derechos y libertades, pues hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (que es amor), con una dignidad personal que supera cualquier dificultad, condición o limitación.

La vida humana es siempre un bien para toda la humanidad; celebrarla es agradecer a Dios este regalo inmenso y protegerla –como recuerdan los obispos de la Subcomisión– «es el comienzo de la salvación» porque «supone acoger el primer don de Dios, fundamento de todos los dones de la salvación». Cada vida humana, destacan, «está llamada a alcanzar la plenitud del amor». Siempre y en todo momento, lo que implica «custodiar la dignidad de la vida humana» y luchar por erradicar situaciones en las que es puesta en riesgo: «esclavitud, trata, cárceles inhumanas, guerras, delincuencia o maltrato», señalan los obispos.

El amor es lo que nos hace vivir humanamente, y una sociedad justa es la que cuida de la vida naciente, de la mujer embarazada, de las familias sin recursos o de quien viene a alumbrar esta tierra con una dificultad que hemos de acoger como si acogiésemos al Hijo de Dios en nuestros brazos.

Y pienso en todas esas personas con algún grado de discapacidad que son luz e inspiración para toda la humanidad. En una sociedad donde se cuida con mucho tesón la discapacidad y donde paradójicamente se da culto al bienestar y a la belleza física, también nuestros ojos son capaces de descubrir la belleza y la bondad de toda persona más allá de sus limitaciones.

El amor a todo ser humano es lo que nos hace vivir con dignidad. ¡A veces cuesta tanto entender la enfermedad, el desierto y la prueba! «El don de la vida y el don de la creación provienen del amor de Dios por la humanidad; más aún, a través de ellos Dios nos ofrece su amor», expresó el Papa Francisco a los participantes en un congreso sobre donación de órganos en 2017. «Y en la medida en que nos abrimos y lo acogemos», afirmó, «podemos convertirnos, a la vez, en don de amor para nuestros hermanos».

Y recuerdo, también, a las personas mayores que lo han dado todo por nosotros, siendo los primeros testigos de la belleza de Dios. Por ello, toda persona en la ancianidad de sus años, pero no de su corazón, ha de ser acogida, acompañada y cuidada.

Demos vida, ofrezcamos vida, anunciemos vida. Y hagámoslo en abundancia (cf. Jn 10, 10). Se lo pedimos a María, quien acogió la suprema donación del que se entregó por nosotros hasta la muerte para darnos vida eterna». Que la Mujer vestida de sol (cf. Ap 12, 1), palabra viva de consuelo y esperanza, sostenga nuestro camino para que siempre seamos luz que alumbre la dignidad de toda vida humana.

Con gran afecto pido a Dios que os bendiga.

Parroquia Sagrada Familia