Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
En medio del camino del Adviento, como estrella que alienta y acompaña nuestra esperanza, hoy nos encontramos y celebramos con gran alegría la festividad de la Inmaculada Concepción. Contemplamos agradecidos a María madre de Dios y madre nuestra, que camina con nosotros hacia la Navidad, porque en Ella se encarnó y se nos dio Jesucristo, Vida, Luz y Esperanza de la humanidad y de la historia. Y hoy, en esta solemnidad de la Inmaculada, una de las fiestas de la santísima Virgen más bellas y populares, la Iglesia nos invita a festejar a Santa María llena de la gracia de Dios desde su concepción. Esta es la fe de la Iglesia: Que la Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra, no fue alcanzada por el pecado original sino que, desde el primer instante de su concepción, estuvo libre de todo pecado.
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Hoy es segundo domingo de Adviento. Pero en España se celebra la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, por una gracia especial que la Santa Sede nos ha concedido a petición de nuestra Conferencia Episcopal. Resultaba difícil, porque los domingos de Adviento tienen un rango especial dentro del Año Litúrgico. Pero España es “la tierra de la Inmaculada”, la tierra de la Purísima. Esta tarde lo proclamará una vez más el Papa, cuando vaya al monumento de la Inmaculada en Roma, junto a la Embajada de España.
Seguramente que el papa Francisco pensará que fue España la que llevó el amor a la Inmaculada a su tierra argentina y a toda Hispanoamérica. Porque España se adelantó varios siglos en proclamar que María fue librada del pecado original que todos contraemos por el hecho de ser engendrados. Se adelantó también en su celebración. Aquí se celebró con un fervor extraordinario desde el siglo XIV, mientras que hubo que aguardar al XVIII para que el Papa Clemente XI la hiciera obligatoria en toda la Iglesia y un siglo más para que el papa Pío IX sancionara que María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción, en previsión a los méritos de la muerte de su Hijo.
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Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Anunciad a los pueblos y decidles: «Mirad, viene Dios, nuestro Salvador». Estas palabras las proclama toda la Iglesia en la liturgia de las vísperas del primer domingo de Adviento, que celebramos hoy. Comienza un nuevo año litúrgico y desde el principio se nos invita a renovar el anuncio de la salvación a todos los pueblos. La expresión «viene» está escrita en presente. No estamos ante un hecho que ya ocurrió o que está por venir. Dios viene aquí y ahora, en cualquier momento Dios viene. Viene a nuestra vida y, a través de nosotros, quiere seguir entrando en la historia de la humanidad. Adviento es el tiempo litúrgico que nos invita a preparar la Navidad. Es un tiempo de espera y de esperanza. Pero más que un tiempo tiene que ser una actitud.
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Hoy comienza el tiempo de Adviento, los cuatro domingos de preparación para la Navidad. Es normal que el mensaje sea insistente: Estad atentos, estad preparados, velad.
El evangelio de Mateo nos viene a decir que nos tomemos en serio nuestra fe, nuestro ser cristianos. Que Dios sea bueno no quiere decir que sea un buenazo; que esté dispuesto a perdonarlo todo no significa que no le importe lo que hagamos. El amor de Dios es amor-educador, que llama la atención cuando tiene que hacerlo, y que no deja pasar lo malo como si fuese bueno. Este es el sentido de la imagen de Dios Juez.
Los discípulos querían saber cuándo iba a ser el juicio de Dios, cuándo terminaría la historia. Jesús insiste mucho en que ni se sabe ni se puede saber. No da ninguna pista numérica ni enigmática para que ahora la interpretemos con complicadas operaciones y adivinemos la fecha del fin del mundo. Para él queda claro: Ni lo sabemos ni lo sabremos. Dios interviene en la historia cuando lo cree oportuno, y no tiene que pedirnos permiso.
Lo que de verdad importa es la actitud con la que debe vivir cada día el cristiano; actitud de vigilancia, de espera, de escucha de la palabra, de atención al mensaje de Jesús.
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